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El espíritu de don Quijote,

Dos visiones del mito, Rubén Darío y León Felipe.

 

 

Lleva Don Quijote la barba vencida sobre el pecho

y los ojos cerrados...

¿Duerme el caballero?

¡No duerme el caballero!

Don Quijote se mueve inquieto sobre la silla

y Sancho le oye decir con una voz extraña de

sonámbulo:

"Hemos caminado mucho -siglos y siglos- por

todos

los pueblos de la tierra,

por todos los triunfos y derrotas de la Historia

y aún no hemos topado, Sancho,

con la "Gran Aventura".

¿Y cuál es la gran aventura? -dice el escudero.

Don Quijote no responde.

Dobla otra vez la cabeza sobre el pecho...

y cierra los ojos.

¿Sueña el caballero?

¡Sí, sueña el caballero!

 

 No pretendo que las reflexiones de este trabajo arrojen luz alguna sobre un tema tan sobradamente estudiado por expertos como lo es el Quijote. Sencillamente, intentaré acercarme un poco a ese curioso mito, emblema del idealismo humano, en que se ha erigido el protagonista de la genial obra de Miguel de Cervantes. Será necesario dejar a un lado por el momento, asuntos como la intención última de Cervantes y el verdadero sentido de la obra, y también las lecturas más pragmáticas del libro:

 

Hay que olvidar la vida de aventuras, aquel ir a imponer a los demás lo que creíamos les convenía y aquel buscar fuera un engañoso imperio (…) ¡Muera Don Quijote para que renazca Alonso el Bueno! 

 

Como he dicho, quiero centrarme en el mito, en don Quijote. Dejemos descansar en paz al pobre Quijano, o Quesada; dejemos la realidad de los muertos y pensemos ahora en los vivos, o mejor dicho: los inmortales. Veamos cómo se imbuyeron de este mito dos autores tan diferentes como Rubén Darío y León Felipe. El coloso americano de la moderna estética y las flores del éxito y el reconocimiento, y el tierno apátrida cascarrabias del violín roto. Ambos le entregan al caballero manchego el pendón de la divina locura.

 

Darío tratara de imponerlo como ejemplo a sus contemporáneos al llegar a España como corresponsal en 1899. Para él, Quijote encarna el espíritu romántico que ha de salvar el mundo de la vulgaridad materialista. Tiene una dimensión ideológica, pero a la vez está cargado de un profundo valor estético, y de esa rara y magnífica moral de Darío, entregada al arte. Válganos como carta de presentación este fragmento de un artículo en el que Rubén contesta al “¡Muera don Quijote!” de Unamuno que citábamos más arriba:

 

Don Quijote no debe ni puede morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó batallas. Otro, Cristóbal Colón, y su Dulcinea fue la América. Cuando esto se purifique— ¿será por el hierro y el fuego?—, quizá reaparezca, en un futuro renacimiento, con nuevas armas, con ideales nuevos, y entonces los hombres volverán a oír, Dios lo quiera, entre las columnas de Hércules, rugir el mar, con sangre renovada y pura, el viejo símbolo del león de los iberos.

 

Porque el Quijote se ha convertido en mucho más que un simple libro y don Quijote es, y será para la historia, mucho más que un personaje: un símbolo. Y Darío, atento al devenir de los tiempos modernos, lúcido y activo en la batalla intelectual que se ha de librar, sabrá darle a este mito una dimensión a la altura de las nuevas circunstancias estéticas e ideológicas; de las que, por otra parte, él y su América Hispana son, por primera vez, referente y no lactante:

 

... Cyrano hizo su viaje a la luna; mas, antes, 

ya el divino lunático de don Miguel de Cervantes 

pasaba entre las dulces estrellas de su sueño 

jinete en el sublime pegaso Clavileño. 

Y Cyrano ha leído la maravilla escrita 

y al pronunciar el nombre del Quijote, se quita 

Bergerac el sombrero: Cyrano Balazote 

siente que es lengua suya la lengua del Quijote . 

 

La relación con Cyrano de Vergerac no es gratuita, es sincera, pero también oportuna y muy inteligente. Rubén Darío internacionaliza el símbolo, universaliza una visión del mito hispánico y lo convierte, hábilmente, en un referente romántico anterior al romanticismo. 

 

Para León Felipe, don Quijote es también representativo de la idiosincrasia hispánica, pero de una forma muy diferente. Es el pobre loco vencido que no se pudo salvar ni siquiera a sí mismo, o de sí mismo. León Felipe no impregna el mito de la gloria del pasado, sino que lo carga de melancolía. No tiene esperanza para el mundo y no la tiene para él mismo.

 

Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,

en horas de desaliento así te miro pasar...

¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura

y llévame a tu lugar;

hazme un sitio en tu montura,

caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura

que yo también voy cargado

de amargura

y no puedo batallar.

 

Ponme a la grupa contigo,

caballero del honor,

ponme a la grupa contigo,

y llévame a ser contigo

pastor ...

 

Es el eterno vagar del derrotado.

 

…va cargado de amargura...

que allá encontró sepultura

su amoroso batallar...

Va cargado de amargura...

que allá «quedó su ventura»

en la playa de Barcino, frente al mar...

 

 La repetición, la vida que se repite a sí misma sin atisbo de cambio o luz. “Cuántas veces... así te miro pasar”. Es el desgaste, la amargura existencial del enfrentamiento de lo ideal con la realidad. León Felipe quiere marcharse con él hacia, como veremos más tarde, el final. Asume la postura del hidalgo caballero, cuando parece dispuesto a rendirse y le propone a Sancho hacerse pastores. Rendirse, pero no a la realidad, sino a otra locura: de la locura de la épica caballeresca a la de locura también ideal de la lírica pastoril.

El problema para León Felipe es el mundo, su desconexión con la fea realidad. No entiende un mundo donde el hombre no deja vivir al hombre. La justicia se ha capitalizado, es una propiedad, el privilegio de unos pocos, un valor reducido al grado de ley. Él vive en un mundo de ganadores y perdedores donde la justicia forma parte de la misma región mítica que don Quijote, la verdad o el honor. Sin embargo, sabe que la capacidad de impartir justicia es un atributo inherente a todo alma humana, una posesión primaria, esencial a la condición de hombre. Así lo declara en estos versos del poema Romero solo, que abogan por la sencillez, el retorno a la pureza, a la esencialidad humana de la raza primigenia, peregrina.

 

Hacer justicia, tan bien como el Rey Hebreo

la hizo Sancho el escudero

y el villano Pedro Crespo...

 

En este mundo, tan lejano de aquella primitiva pureza nómada reclamada en el poema; en este mundo de derrotados, don Quijote es el príncipe, el rey de los tristes; pero también de los puros. Rubén Darío ve también a don Quijote como un rey, pero el de Darío es un rey de verdad, un mesías de la luz y la poesía. Y a este dios encarnado en un adusto hidalgo castellano, armado con una vieja e inútil panoplia de herrumbre y cartón, velada por su convicción irreductible de caballero poeta, y por los rayos de la luna; a este rey de otro mundo, le reza en su Letanía de nuestro señor don Quijote (A Ramiro de Ledesma ):

 

Rey de los hidalgos, señor de los tristes, 

que de fuerza alientas y de ensueños vistes, 

coronado de áureo yelmo de ilusión; 

que nadie ha podido vencer todavía, 

por la adarga al brazo, toda fantasía, 

y la lanza en ristre, toda corazón.(...)

 

¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida, 

con el alma a tientas, con la fe perdida, 

llenos de congojas y faltos de sol, 

por advenedizas almas de manga ancha, 

que ridiculizan el ser de la Mancha, 

el ser generoso y el ser español!...

 

Por supuesto, las diferencias (tanto estéticas como ideológicas) de elaboración o recepción del mito entre uno y otro autor son notables. El optimismo que ilumina el poema, y toda la obra de Rubén Darío, contrasta  con el profundo derrotismo de León Felipe. El rey de los tristes es, en esta letanía de Darío, un dios, un profeta, y no un bendito paria que lleva trescientos años arrastrando amargamente su derrota, como en el poema de León Felipe. Darío reivindica el idealismo de don Quijote como emblema de la raza hispánica. Quiere levantar al padre herido (a la “madre patria”), curarle las heridas de su amarga derrota y mostrarle ese camino fuerte y puro que estuvo siempre en su propio espíritu. Su derrota es no haber sabido ver la fuerza de su herencia. Lo hispano, el espacio mediterráneo, ese romanticismo de Cyrano tan quevedesco, pasa por herencia al espacio latinoamericano, y se opone como alternativa vitalista al monstruoso materialismo anglosajón. Esta es la tesis que Darío defenderá tan poéticamente:

 

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, 

espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! 

Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos (...)

¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos 

y que el alma española juzgase áptera y ciega y tullida? 

 

Clama a la fuerza de espíritu dormida en la sangre hispana para recobrar el viejo brío y recuperar así su lugar en la historia. Convierte la patria en un navío de guerra y nombra a Cervantes capitán, porque en el fondo, para Darío, todo es una batalla ideológica o estética —que en su caso viene a ser lo mismo—, y él, casi siempre sabe como dirigir las huestes de sus pensamientos.

España 

Dejad que siga y bogue la galera 

bajo la tempestad, sobre las olas: 

va con rumbo a una Atlántida española, 

en donde el porvenir calla y espera.

No se apague el rencor ni el odio muera 

ante el pendón que el bárbaro enarbola: 

si un día la justicia estuvo sola, 

lo sentirá la humanidad entera.

Y bogue entre las olas espumeantes, 

y bogue la galera que ya ha visto 

cómo son las tormentas de inconstantes.

Que la raza está en pie y el brazo listo, 

que va en el barco el capitán Cervantes, 

y arriba flota el pabellón de Cristo.

 

Los tópicos se convierten en mito, la derrota en heroísmo. Para Rubén “el desastre del 98” no es más que una lección, un toque de atención que ha de despertar la grandeza de espíritu que duerme en la profundidad del alma de la raza; (y también, por supuesto, una oportunidad para la América hispana de reivindicar su lugar histórico sin renunciar a la herencia latina). España es un soneto épico, porque la épica es la materia a partir de la cual Darío construye este mito, y el soneto remite irremisiblemente al siglo de oro de la cultura clásica española, a la gloria del imperio, a Quevedo, a Góngora, y por supuesto, al capitán: Cervantes.

 

Pero León Felipe es otra cosa, algo muy diferente. Si el clamor de Darío es de tintes marcadamente épicos, un grito de guerra, una declaración estética que ha de retumbar en el mundo entero; y, sobre todo, una mirada hacia un futuro que ha de evocar y revivir las glorias del pasado. León Felipe nos deja un lamento profundo, un desgarro existencial, la canción de la inconsolable melancolía de su viejo y solitario violín. Don Quijote es más que nunca en sus versos el caballero de la triste figura, príncipe de los tristes, sí,  profeta de la derrota; pero con acentos muy distintos de los de aquel de Darío, que contra todo ha de vencer. El príncipe vencido de León Felipe, recorre una y otra vez, con los enseres rotos y la cabeza gacha, el polvoriento camino que le lleva de la derrota a la muerte, como podemos ver en otro fragmento del poema Vencidos:

 

Por la manchega llanura 

se vuelve a ver la figura 

de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura, 

y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar, 

va cargado de amargura, 

que allá encontró sepultura 

su amoroso batallar. 

Va cargado de amargura, 

que allá «quedó su ventura» 

en la playa de Barcino, frente al mar (...)

Por la manchega llanura 

se vuelve a ver la figura 

de Don Quijote pasar. 

Va cargado de amargura, 

va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

 

El caballero, el mito,  regresa a su lugar, a la muerte. Porque en el mundo ya no hay sitio para su ideal, para el honor o la justicia. Estos conceptos son, como la armadura abollada, como los gigantes y princesas; recuerdos de otro tiempo. No de un tiempo real, como propone Rubén Darío (que está jugando, con su mito hispánico, a otra cosa muy diferente que león Felipe, pues vive inmerso en un idealismo transformador de la vida, muy alejado del melancólico y derrotista de León Felipe), sino de un tiempo ideal, una mítica edad de oro. Porque León Felipe comprende (por supuesto que Darío también lo hace, aunque a él no le interesa explotarlo en ese momento), que la épica del Quijote es un componente esencial del “drama” cervantino, pero que necesita otros elementos para completarse. El mito, sobre el que estamos reflexionando aquí, es la raíz del Quijote, el origen, el comienzo, la edad de oro que el propio caballero de la Mancha describe a los cabreros en el capítulo XI del primer libro:

 

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. (...)Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían.(...) No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado... 

 

A este mito de la inocencia primigenia del hombre, podemos encontrarle una correspondencia simbólica con una literatura también primigenia, el Génesis. Así lo entiende al menos y explica Víctor Hugo. Leamos este fragmento de su Prologó a Cronwell , que no nos costará demasiado relacionar con el anterior de Cervantes, y servirá de ejemplo a lo referido:

 

(...) En los tiempos primitivos, cuando el hombre despierta en un mundo que acaba de nacer, despierta con él la poesía. En presencia de maravillas que lo deslumbran v lo embriagan, su primera palabra no es más que un himno. Está aún tan cerca de Dios que todas sus meditaciones son éxtasis; todos sus sueños son visiones. Se desahoga y canta del mismo modo que respira. Su lira sólo tiene tres cuerdas: Dios, el alma, y la creación; pero este triple misterio lo envuelve todo, esta triple idea lo comprende todo. La tierra está aún casi desierta. Hay familias, y no pueblos, padres,  no reyes. Nada se opone a la existencia de cada raza; no hay propiedad, no hay leyes, no hay conflicto de intereses, no hay guerras. Todo es de cada uno y de todos. La sociedad es una comunidad. En ella, nada molesta al hombre. Lleva esta vida pastoral y nómada que es el comienzo de todas las civilizaciones y que tan propicia es a las contemplaciones solitarias, a los sueños caprichosos. El hombre se abandona a las cosas y a sí mismo. Su pensamiento, al igual que su vida, se parece a la nube que cambia de forma y de camino, según el viento que la empuja. He aquí el primer hombre, he aquí el primer poeta. Es joven, es lírico. La plegaria es toda su religión: la oda es toda su poesía. Este poema, esta oda de los tiempos primitivos, es el Génesis. 

 

Esta edad dorada da paso a una edad que podemos llamar de plata, en la que la sociedad se desarrolla, y que Víctor Hugo relaciona con  la épica. Poco a poco, sin embargo, esta adolescencia del mundo desaparece:

 

Todas las esferas se agrandan; la familia se convierte en tribu, la tribu se convierte en nación. Cada uno de estos grupos de hombres se sitúa  alrededor de un centro común y nacen los reinos. El instinto social sucede al instinto nómada. El campo deja lugar a la ciudad, la tienda al palacio, el arca al templo. Los jefes de estos estados nacientes son todavía pastores, pero pastores de pueblos; su bastón pastoril tiene ya forma de cetro. Todo se detiene y se fija. La religión toma una forma; los ritos reglamentan la plegaria: el dogma viene a encuadrar el culto. De este modo, el sacerdote y el rey se dividen la paternidad del pueblo y la sociedad teocrática sucede a la comunidad patriarcal.

 

En este momento surge para Cervantes, con la propiedad, los reinos y la sociedad pre-capitalista (permítaseme el término, y no entrar en mayores detalles, porque sería tedioso y poco productivo para nuestro asunto adentrarnos más en este tema), la injusticia. Y como consecuencia de esta, las ordenes de caballería y, por supuesto, también: la épica.

 

(...) andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

 

Una épica que camina hacia la edad de hierro donde todo se funde en una nueva realidad: lo sublime y lo grotesco, la tragedia y la comedia, todo mezclado, da pie a algo nuevo: moderno. Es la edad de hierro de la que nacen el drama: Shakespeare; y la novela: Cervantes. Porque como el drama en el teatro, la novela es en prosa el camino que nos permite unir estas dos facetas de la realidad: lo cómico y lo trágico; para poder ofrecer perspectivas a las que la épica no puede darnos acceso. 

 

“...el Quijote es «último término en una serie en cuanto a la intromisión del elemento cómico en el heroico” .

 

León Felipe sabe que don Quijote no puede existir como mito unívoco, él no es el camino, es el caminante. El mito cobra sentido en el conflicto con su propia imposibilidad de coexistencia con la realidad. Esto es el drama cervantino, o la novela moderna, o el asalto de la literatura para representar la vida. Es el antihéroe condenado al fracaso, la angustia existencial, y esto respira y jadea en los poemas de León Felipe.

 

Ahora, oídme todos bien:

mirad al ruedo atentamente. ...

Ese que está ahí en medio de la arena...

Solo... ¡solo!

con su rota lanza en ristre

y una visera de cartón caída sobre la frente

es Don Quijote de la Mancha. ..¿le conocéis?

Oh sí -dicen a coro los 50,000 villamelones mexicanos:

Es el tío loco ese que anuncia en una etiqueta

verde

la famosa cerveza Moctezuma.

¡Ese mismo!

Pero ocurre además,

que ese tío de la etiqueta verde es también

el mejor muñequito de barro

que le salió

al viejo alfarero español.

Ahora está ahí, solo... ¡Solo!...

Y viene a defender a su caballo.

Bajad, malandrines...

Montoneros... 50,000 contra uno.

¡”Villamelones"! ¡No os da vergüenza!

Él no conoce la palabra "villamelones"

pero usa todavía aquel apócope-clásico

con que solía dirigirse a los yangüeses:

Hi -de -putas, ¡bajad!

No baja nadie. Ningún villamelón.

 

Rubén juega a otra cosa, el drama cervantino no es cosa suya, el mito quijotesco del que se vale no tiene en realidad demasiado que ver con Cervantes. Es suyo, de Rubén, y tiene una misión: traer la luz, traer la vida, el cambio; ser el ejemplo que inspire a la raza para dar un giro a la batalla que se está perdiendo contra la barbarie anglosajona, contra el materialismo. La poesía de León Felipe se somete a la vida, la de Darío pretende someter la vida, reinventarla, hacerla renacer en el poema sometida a unas leyes naturales nuevas, fieles a su estética. Él está creando una literatura nueva y cree que de las nuevas ideas surgirá un mundo nuevo. Vislumbra un renacer del viejo espíritu en los hijos de la sangre hispánica. Su mundo es nuevo, en su bandera lucen los colores de una fertilidad invencible. La derrota del 98, es la derrota del agotamiento de una idea descolorida de España. Su Quijote está en las antípodas del de León Felipe. Y No admite el derecho a la rendición del espíritu español:

 

... esta postración y esta indiferencia por la suerte de la patria, marcan una época en que el españolismo tradicional se ha desconocido o se ha arrinconado como una armadura vieja  .

 

Darío no nos habla de España como concepto nacional, sino de un ideal romántico, de un mito pan-hispánico que va directamente desde la Numancia de los Belos hasta él mismo, pasando por Lepanto. Esta visión épica de lo hispánico se basa en un mito que encarna don Quijote. Un don Quijote símbolo que es más bien una especie de espíritu o, si se prefiere, una parte del espíritu, que representa para Rubén Darío el alma de un romanticismo esencial. Y digo esencial, porque este espíritu excede la dimensión literaria; se trata, en primer término, de un romanticismo vital. No estamos hablando, por tanto, del movimiento literario del siglo XIX, sino más bien, del espíritu que, igual que a don Quijote, imbuye a la literatura. Un romanticismo que efectivamente cobra vida, o toma forma,  en la literatura, pero que está en la propia vida y hunde sus raíces más profundas en la historia. Al fin y al cabo “la historia”, decía Víctor Hugo, “sigue siendo epopeya: Herodoto es un Homero ”. Darío entiende que, de alguna forma, este romanticismo quijotesco es, o debería ser, propio del carácter de la “raza hispánica”. Así lo expresa en su artículo «Cyrano en casa de Lope» escrito el 2 de febrero de 1899 con motivo del estreno en el modernizado Corral de la Pacheca (Madrid) de Cyrano de Bergerac, comedia heroica de Rostand que Darío calificará como “obra de capa y espada de la más buena cepa española”.

 

Cyrano tiene un nombre suyo, como Rodrigo Díaz de Vivar, como Napoleón, como Catulle Mendés . Los nombres dicen ya lo que representan. Pues ese poeta farfantón y nobilísimo, de sonoro apelativo, debía ser bien recibido en un país en donde por mucho que se decaiga siempre habrá en cada pecho un algo del espíritu de Don Quijote, algo de "romanticismo". ¡Romanticismo! Si —Clama Julio Burrell  "romanticismo".. Pero hoy el romanticismo que muere en Europa revive en América y en Oceanía. Cyrano de Bergerac —una fe, un ideal, una bandera, un desprecio de la vida— se llama Menelik en Abysinia, Samorcy en el Senegal, Maceo en Cuba y en Filipinas Aguinaldo ....”

 

Las características de este espíritu romántico están bien definidas en este fragmento, se trata del espíritu del idealismo “una fe, un ideal, una bandera, un desprecio de la vida”. Idealismo que Darío pretende identificar con el alma del pueblo español, o mejor dicho, el hispánico. Porque Darío extiende ese “algo del espíritu de don Quijote” que siempre habrá en cada pecho de este país, a su América, a esas “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”. El concepto de lo hispánico en Darío no está relacionado en modo alguno —como ya he mencionado— con el nacionalismo, es por el contrario más bien un concepto apátrida —desde una perspectiva política moderna—, es más bien una especie de espíritu cultural o espiritual, una herencia antigua o latina.  Una bandera que “Hércules antiguo” cedió a la “hispana progenie” y cuyo peso, el viejo y cansado guerrero europeo debe compartir con orgullo con sus hijos del otro lado del océano, “porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos ”.  

 

León Felipe, tiene una perspectiva muy distinta de los conceptos de raza o de patria. Él se considera a sí mismo apátrida, y de la sangre gloriosa a la que canta Rubén, sólo parece haberle tocado la amargura:

 

¡Qué lástima

que yo no pueda entonar con una voz engolada

esas brillantes romanzas

a las glorias de la patria!

¡Qué lástima

que yo no tenga una patria!

 

(...) Porque..., ¿Qué voy a cantar si no tengo ni una patria,

ni una tierra provinciana,

ni una casa

solariega y blasonada,

ni el retrato de un mi abuelo que ganara

una batalla,

ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada?

¡Qué voy a cantar si soy un paria

que apenas tiene una capa! 

 

Hay que añadir, que este sentimiento de soledad y abandono, presente ya en los primeros poemas de León Felipe, se irá haciendo más desgarrado con el tiempo. Y la Guerra civil y el exilio convertirán esa amargura y desencanto en un lamento continuado. Como si la vida hubiese dado sentido al personaje que Felipe Camino Galicia de la Rosa había creado de sí mismo: León Felipe. Ese pobre gruñón republicano al que el dolor de la guerra acabó haciendo tanto daño:

 

Ahora a mí me sucede

lo contrario que al Hidalgo manchego:

que tomo por rebaños

los ejércitos.

 

Quizá sea esta la razón de que el pobre León Felipe, sin esperanza, desilusionado, portador de un idealismo anclado en la utopía; acabe identificándose más con la triste montura que porta sobre sus espalda el peso del mito, que con el pobre héroe. 

 

La gente suele decir, los americanos, 

los norte-americanos suelen decir:

León Felipe es un "Don Quijote". 

No tanto, gentlemen, no tanto. 

Sostengo al héroe nada más ... 

y sí, puedo decir ... 

y me gusta decir:

que yo soy Rocinante.

 

No tengo tiempo, tristemente para comentar aquí y ahora, como realmente me gustaría. Algunos detalles del libro de León Felipe que lleva por título el nombre del más entrañable de todos los caballos de la historia de la literatura: Rocinante. Ese trabajo me lo reservo para otro momento en el que las obligaciones no me sitien como ahora. Aun así, quisiera dejar aquí constancia de unos fragmentos que por sí solos dicen mucho en relación al asunto que hasta este punto hemos venido tratando:

 

Oh, viejo caballo sin estirpe.

No tienes pedigree...

Pero tu gloria es superior a la de todos los “pura

sangre del mundo.

Tu estirpe, como quería tu señor,

arranca de ti mismo.

Sin embargo,

yo conozco tu historia

-la sé de corrido-

y voy a contársela a los hombres

y a mostrarle al mundo entero

tu divina cédula bautismal (…)

La vieja Castilla guerrera duerme su largo sueño

milenario...

La España del caudillo

duerme también.

En la recia casona solariega, duermen todos...

Todos tus hijos duermen, longeva matrona nutricia.

Los viejos y los mozos.

¡Los españoles duermen todos!

Duerme Franco y duerme el Cid.

Y los españoles fugitivos, allá lejos, duermen

también...

¡Duermen todos!

¡Sólo Don Quijote está despierto!

¡Duerme España!...¡pero vela el Rey!  (…)

Allá que Hamlet pague regiamente a unos cómicos

para que lloren por la reina de Troya.

¿Qué me importa a mí Hécuba?

¿Y qué me importa Troya?

Aquí no hay lágrimas retóricas

ni cánticos plañideros de histriones asalariados.

Yo no lloro por los vivos

ni los muertos.

Mi llanto no es hipo

ni moqueo de velorio.

¡Nosotros vamos a llorar mucho más alto!

He visto que todas las Troyas

y todos los imperios del mundo

desaparecen en el polvo...

Y el gran imperio español

de donde arranca mi sangre y mi linaje. ..

¡también lo he visto en el polvo!

 

 

Empezábamos este artículo con un poema de León Felipe que reflexionaba sobre el larga andadura del ingenioso hidalgo, que aun no se había topado con su gran aventura ¿Y cuál es la gran aventura? —preguntaba el escudero—. La gran aventura es atravesar el tiempo a lomos del raro sueño de la justicia, en forma de flaca y vieja montura; y seguir siendo, a la postre, materia poética inconclusa. Rubén Darío puso su mito romántico de la fecunda raza íbera al amparo de su valerosa adarga, anteponiendo nuestro buen caballero de la Mancha al propio Cid Campeador (tan al gusto de otros mitófilos del siglo anterior y de los años que le siguieron). León Felipe hizo de él, amigo y refugio de todos los parias desterrados de un mundo que no dejaba lugar para sueños y justicias. Los dos, cada uno a su forma particular, pero ambos con el mismo cariño, le hicieron abanderado de una misma patria: la de los poetas, la de los soñadores.

 

 

 

 

 Obras consultadas:

 

-León Felipe

Poesías completas (colección Visor de poesía Maior / 9)

Visor Libros, 2004.

 

-Rubén Darío

España contemporánea

Comunidad de Madrid. Consejería de Educación

Visor libros

Madrid

 

Rubén Darío

Ediciones Eneida Madrid 2006

 

Poesía de Rubén Darío

Alianza editorial 2002

 

-Miguel de Cervantes

Don Quijote de la Mancha, I

(Edición de Florencio Sevilla y Antonio Rey)

Colección Clásicos comentados (2ª edición 2004)

 

-Victor Hugo

Manifiesto romántico

Ediciones Península (1ª edición en NeXos 1989)

 

 

 

 

Otros trabajos consultados:

 

-Miguel de Unamuno 

"¡Muera don Quijote!" , revista Vida Nueva (nº 3, 26 de junio de 1898)

 

-Jorge Eduardo Arellano 

"Don Quijote no puede ni debe morir"

(asale.org/jorgeeduardoarellano.pdf)

 

Quijote by Kerudecolorz.png

Ilustración de Kerudecolorz

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