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Una hora menos

  • Foto del escritor: Roberto Cáceres
    Roberto Cáceres
  • 2 may 2024
  • 4 Min. de lectura

Os presento un relato de Javier, compañero del taller de literatura creativa de Guadalajara cuya cautivadora voz, poética y física, me tiene cautivado.


Javier Spreáfico Pérez

Siempre he considerado la escritura como uno de los oficios artísticos más inaccesibles. Hacer confluir las palabras para crear universos donde vivan historias, personajes, sentimientos, conflictos, ideas, me parecía algo que no podía estar a mi alcance. Me alegro de haberme atrevido a empezar a jugar con esas palabras porque me he sorprendido a mí mismo por ser capaz de hilvanar y coser para dar forma a cierta expresión literaria. Y me gustaría seguir aprendiendo.




Una hora menos

Aquella tarde de despedida, Rosario y Jose se turnaban en el baño mientras se preparaban

para repetir el ritual que se repetía desde al menos nueve años. Con el entusiasmo intacto,

Jose intentaba anudarse bien la corbata tratando de buscar su reflejo en algún hueco del

espejo que Rosario ocupaba concentrada en maquillarse. La secuencia era cada año la misma;

cena en casa de los padres de él, se tomarían las uvas al dictado de los presentadores de Radio

Televisión Española, brindarían con bullicio por el nuevo año, y luego, cogidos de la mano, se

dirigirían a la plaza de Santa Ana para integrarse en la masa jubilosa que no tiene reparos en

atravesar una hora más tarde el umbral que te lleva al año nuevo.

Pero esa tarde, Jose estaba especialmente taciturno. El siempre decía que “una hora menos en

Canarias” era la excusa perfecta para duplicar la celebración y las ansias de vivir, de redoblar

los propósitos de casi siempre como si la voluntad para llevarlos a cabo fuera a elevarse

exponencialmente. Sentía que el ir por detrás en el tiempo era en realidad un trampolín para

avanzar. Pero no era igual este año y no sabía muy bien porqué.

La cena transcurrió como casi siempre y las aceleraciones para deglutir las uvas en tiempo y

forma provocaron la hilaridad habitual. La familia se besó y abrazó mientras un torrente de

buenos deseos se convertía en palabras articuladas en algunos casos con dificultad por la

influencia del alcohol ingerido durante la velada. Rosario y Jose se despidieron de todos entre

risas, se cogieron de la mano y se dirigieron al epicentro esa noche en la ciudad de Las Palmas

de Gran Canaria.

Caminaron durante veinte minutos haciendo el mismo recorrido de cada año para llegar a la

bulliciosa plaza diez minutos antes de la medianoche como cada año. Jose seguía sintiéndose

raro. El jolgorio que les rodeó de inmediato le apartó de esa sensación de incomodidad que

tenía. Miraba a Rosario y la veía contenta, entregada y preparada para eso, para divertirse.

Quería dejarse llevar pero no podía evitar que algo le preocupara sin poder entenderlo del

todo.

Quedaban apenas dos minutos para las doce, cuando Rosario le pasó la bolsita con las doce

uvas. Le dio las gracias mientras la besaba. A Jose le pareció que en sus ojos había algo

diferente, lo cual no hizo otra cosa que acrecentar un desasosiego que empezaba a ser

irritante. Algo estaba pasando, algo no era como siempre.

La multitud estaba expectante cuando faltaba un minuto para la medianoche. La mayoría de

las miradas convergían en el reloj de la plaza. Voces altisonantes y risas impregnaban la fresca

brisa atlántica de la noche. De repente, un murmullo empezó a recorrer la plaza y las caras de

la gente se tornaron sorprendidas, incrédulas. Todo el mundo empezó a mirar sus móviles y

aquellos que llevaban reloj sus muñecas. Dentro de ese asombro se miraba también al reloj de

la plaza que seguía marcando las doce menos un minuto ¿Era posible lo que estaba

sucediendo? Y sobre todo ¿Qué estaba sucediendo? El tiempo se había detenido, congelado.

Los variopintos relojes digitales estaban todos parados a las veintitrés horas, cincuenta y nueve

minutos y cuarenta y cinco segundos. El gran reloj de la plaza se erigía estático, inamovible,

obstinado en no traspasar la frontera a ese otro país del nuevo año.

El nerviosismo y el caos se apoderaron del lugar. Unos gritaban, otros reían con nerviosismo.

Algunas personas quisieron abandonar la plaza a la carrera. Rosario y Jose no escapaban al

desconcierto. Se miraron como si un castillo de naipes de media vida de nueve años se

derrumbara en ese momento. Jose creyó advertir una cierta tristeza en su mirada, y cuando se

disponía a hablarle, alguien a la carrera le empujó por detrás. Maldijo en voz alta por el dolor

que sintió y porque se le cayó el paquete de las uvas. Y luego estaba esa extraña sensación

que no le abandonaba. Al levantarse tras recoger las uvas no vió a Rosario. La buscó con la

mirada en derredor. No estaba. Empezó a gritar su nombre pero en esos momentos el ruido

que había ahogó cualquier posibilidad de ser escuchado. Corrió entre la multitud buscándola

mientras la angustia le invadía. Creyó verla en un momento y se dirigió a una de las esquinas

de la plaza. Al llegar allí solo encontró tirado en el suelo el paquete de uvas de Rosario, que ella

había preparado tan primorosamente unas horas antes para que pudieran embarcarse juntos

en el crucero de renovación existencial. Pero ni rastro de ella.

Sus ojos se abrieron súbitamente y una corriente le recorrió el cuerpo. En realidad estaba

empapado de sudor. Estaba solo en la cama pero la disposición de las sabanas no parecía

indicar que hubiera dormido así. Gritó el nombre de Rosario con un volumen de voz que

quisiera alcanzar alguna remota plaza de la ciudad. No hubo respuesta. Solo silencio. Algo

aturdido, atisbó a ver un sobre sobre la cómoda que había a la entrada de la habitación. Se

incorporó torpe a buscarla. Su nombre estaba escrito en el centro del sobre y la inconfundible

letra de Rosario definía quién era el remitente. La abrió y aquellas líneas de cuartilla y media se

redujeron a una única que retumbó en su cabeza: Jose, te dejo.

Se hundió sobre el borde de la cama sin poder apartar la mirada de la carta. Una gota de sudor

o tal vez una lágrima cayó sobre la carta difuminando levemente la tinta del encabezado del

texto para que pudiera fijarse en lo que decía:


Las Palmas, 31 de diciembre de 2023.

A mi amor

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