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Cuentos de Lokomun. El reinado de ÉL

  • Foto del escritor: Roberto Cáceres
    Roberto Cáceres
  • 26 dic 2021
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 30 dic 2021

Bueno, en la anterior entrada prometí que en algún momento escribiría algo sobre el verdadero dios al que se adora en estas fiestas navideñas modernas. Así que para que dejar que pase más tiempo. Aquí va la segunda parte de mi felicitación navideña. Espero que a nadie le amargue las copiosas comilonas. He decidido cambiar un poco de registro y escribiros sobre ÉL en forma de relato. Por lo tanto, aprovecho para inaugurar una sección narrativa a la que he decidido llamar Cuentos de Lokomun.



En un humilde establo de plástico —junto a su madre virgen, el marido de esta, un par de animales y tres magos orientales— un neonato dios sonríe desde un pequeño pesebre. La estampa cuenta una hermosa historia de estrellas y amor. Una vieja historia que otros muchos actores interpretaron antes a lo ancho del mundo y del tiempo. No muy lejos del establo, junto a un arbolito decorado con guirnaldas y bolas de colores, un siniestro anciano barbudo vestido con los colores y la figura de una lata de coca cola, le vigila con suspicacia. Se trata de uno de los secuaces del único dios con poder real en estos tiempos, y no un secuaz cualquiera, sino el encargado de asegurar el sagrado ritual de esta noche sea dedicado enteramente a su amo. Porque esta noche tampoco es una noche cualquiera, es la noche que conmemora el nacimiento del Dios Sol. Y, aunque el bebé de la virgen es el protagonista oficial de este auto sacramental, el ritual está orquestado y dedicado enteramente a ÉL.

Nadie sabe a ciencia cierta cuándo ni cómo nació, aunque, como he señalado, se le celebra en todos los rincones del mundo en marcadas fechas astrológicas como a los antiguos dioses. Algunos opinan que dio sus primeros pasos sobre Lokomun cuando la historia del hombre era aún muy joven y este apenas había empezado a construir sus primeras chozas fuera de las cuevas. Otros, creen que fue algo más tarde, cuando las primeras ciudades ya estaban consolidadas. En cualquier caso, lo que parece seguro es que fue el último de los dioses en aparecer. Me refiero a los verdaderos dioses, claro, los que estaban presentes en los primeros poemas fundacionales de cada pueblo; no a la interminable lista de usurpadores advenedizos que llegó después. Esos son, con toda seguridad, todos posteriores a ÉL. Y hay quien opina que en realidad no eran otra cosa que discípulos suyos.

Menos clara aún es la cuestión de cómo ascendió a la cumbre del monte Olimpo sin ser visto ni nombrado directamente por los sacerdotes ni en solo templo. Y de cómo logro sobrevivir a sus hermanos mayores primero y a sus advenedizos descendientes después. Pero para mí, después de dedicar al asunto mucho estudio y cavilaciones, la respuesta está tan clara como el agua cristalina del Caribe. Dicen que el verdadero poder siempre se esconde entre bambalinas, moviendo los hilos de sus marionetas desde las sombras. Lo mismo hace ÉL, y lo hace desde mucho antes de que los primeros sabios pusiesen la historia de sus pueblos por escrito. Está en todas partes y en ninguna, todo lo ve y todo lo escucha, pero su esencia es tan insustancial que nadie se percata de su presencia. Tiene un millón de nombres, pero ninguno es el suyo. Tiene muchas formas, pero nadie conoce su verdadero rostro.

No era el más fuerte de los dioses, ni el más sabio y tampoco tenía poder alguno en sus primeros días que le hiciese destacar sobre ellos. Pero tenía otras virtudes, sabía ver la debilidad en el corazón de los otros y sabía negociar muy bien con esa debilidad. Algunos dicen que comenzó ofreciéndose así mismo en los templos como ofrenda y que muchos dioses comenzaron a despreciar las libaciones y presentes de los hombres, y se hicieron adictos a la carne dorada de ÉL. No sé si es cierto. Pero hoy, sin saberlo, casi todos los hombres del mundo le entregan su vida, poquito a poco. Hacen su ofrenda de tiempo por obtener dones de ÉL. Se sacrifican a sí mismos en una vorágine de devoción jamás vista antes. Incluso los que creen que han entregado su alma a otras deidades le adoran sin querer a ÉL. Porque ÉL les ha robado todos sus templos hace mucho. Su carne recubre los muros y viste a sus sacerdotes. Todas las guerras se hacen en su nombre y todos los oponentes dependen de su favor para ganar.

Dicen que el niño dios del establo, el hijastro del carpintero quiso expulsar a sus secuaces del templo. Pero ellos volvieron y acabaron instalándose para siempre, de forma que ahora se hace imposible fijar los ojos en un solo rincón de la casa edificada en su nombre en Roma sin contemplar los ídolos secretamente dedicados a la gloria de ÉL. Ahora el niño dios es un involuntario sirviente más que observa con tristeza como los hombres colocan, junto al árbol que antaño honraba a algún otro dios celta caído en el olvido, las ofrendas para ÉL.

 
 
 

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