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Media vida sin ti

  • Foto del escritor: Roberto Cáceres
    Roberto Cáceres
  • 31 ene 2022
  • 4 Min. de lectura

Un día como hoy, hace veintidós años, se marchó una de las personas más importantes de mi vida: mi abuelo. Es curioso, veintidós años es exactamente la mitad de mi vida, así que, aunque parece que fue ayer, ya hace media vida que te perdí, querido yayo. Era un día como hoy, frío pero soleado, traicionero; lo recuerdo con mucha claridad. Estaba más vacío que triste y me costó mucho romper a llorar. Lo hice solo, tarde, de repente, al bajar al sótano para recoger el bastón y alguna cosa más para tirarlo todo a la basura; como si los objetos tuviesen más de él que el propio cuerpo sin vida. También aquel rincón del parque donde él solía ir a hacer gimnasia, cerca del lago, me resultó más evocador que el tanatorio o el cementerio que nada tenían que ver con él.

Años después escribí un pequeño relato que pretendía homenajearle o, al menos, dejar testimonio escrito de mi recuerdo, mi cariño y mi admiración. Hoy, tras veintidós vueltas al sol sin él, me gustaría compartir aquí ese texto.


YAYO


En el patio no había nada, solo vacío. Cemento, ladrillo y vacío. Pero yo no estaba mirando el patio, estaba mirando el tiempo o, mejor dicho, el reflejo del tiempo. En el cristal de la ventana, sobre el vacío, veía un niño fuerte y silencioso que cuidaba un caballo blanco desde el alba hasta el anochecer. Veía un joven leonés que ganó un campeonato de lucha y con las trescientas pesetas del premio se compro un traje. Eran los retazos de una vida que yo había inventado a partir de unas cuantas anécdotas y de mucho silencio, una vida tan literaria o real como cualquier otra.

Aquella tarde habíamos hablado mucho rato, seguramente más de lo que lo habíamos hecho en años, y creo que fue entonces cuando me di cuenta de cuánto me quería. Tristemente, a menudo las cosas verdaderas parecen invisibles o secretas hasta que la distancia nos enseña a verlas.

De repente aquel vacío del fondo del patio se llenó de tristeza y arrepentimiento, y las escenas reflejadas en el cristal dieron paso a otras. El tiempo había volado y en ese instante supe que ya no quedaba demasiado que yo pudiese hacer. Aquella charla reposada y aparentemente superflua sería seguramente la última que tendríamos. Había tanto atragantado entre mi alma y mi boca, tantas cosas que entonces ya sabía que se quedarían sin decir. Un escalón más, solo me queda un escalón, me había dicho pocos minutos antes. Me hubiese gustado pedir perdón por mi egoísmo juvenil, recompensar de algún modo toda una vida de entrega, pero, aunque yo no podía evitar sentir que le había decepcionado, pocos minutos antes él había cogido mi mano y, sin palabras, me había perdonado y me había dicho que aún me quería.

Miré hacia atrás, a la silueta de su cuerpo agotado y escuché su dificultosa respiración. Me hizo recordar algo que mi madre me había contado unos meses antes: cuando mi abuelo aún era muy joven la tuberculosis estuvo a punto de matarlo, y desde entonces tenía solo un pulmón. Él nunca me había hablado de aquello, era un hombre muy reservado. Fue mi abuela quien se lo contó a mamá. Antes de la tuberculosis mi abuelo tenía una novia, tal vez estaba enamorado, tal vez iban a casarse ¿quién sabe? Supongo que ella le dejó a raíz de la enfermedad. Mi madre tampoco sabía bien la historia. Después él conoció a mi abuela, se casaron... El destino es enrevesado, pensé. Una dura convalecencia, un pulmón y un amor frustrado eran parte del precio pagado por mi existencia. Eso me hizo pensar en el famoso efecto mariposa. Seguramente, de no haberse infectado mi abuelo, ni mi madre ni mi hermano ni yo existiríamos.

Todavía estaba despierto y me pidió que me acercase de nuevo. Por suerte estábamos solos en la habitación. La intimidad fue un regalo, una oportunidad que pocas veces nos sonríe en un hospital público, y que —como a la mariposa de la tuberculosis— también debo agradecer al destino. Tenía los ojos cerrados, y cuando cogí su mano su respiración se relajó.

Cuando yo era niño él era para mí un titán, el hombre más fuerte del mundo y el más sabio. Supongo que todos los niños piensan que su padre es el hombre más fuerte del mundo. Para mí, lo era mi abuelo. De pequeño, antes de vivir en su casa, visitaba a mis abuelos los fines de semana y nunca quería irme, me agarraba a su pierna y lloraba hasta mucho después de que mi madre ya me hubiese subido al autobús para regresar a casa. Después, aquel fue mi hogar y él mi único padre. Me enseñó a jugar al fútbol, aunque enseñó mejor a mi hermano; y me enseñó también a montar en bici. No solo me enseñó a montar, él fue quien hizo nuestras bicis con piezas de segunda mano: híbridos prototipos irrepetibles.

El yayo hablaba poco, pero recuerdo todo lo que me contó como si lo hubiese visto en una película. Era, a pesar de su carácter silencioso, un gran narrador. Siempre me contaba el mismo cuento: El gato con botas. Creo que no se sabía más, pero a mí no me importaba escucharlo una y otra vez. Era, y sigue siendo, mi cuento favorito. Ese que dice que no eres lo que tienes, sino lo que eres capaz de hacer para cambiar tu situación.

Debió ser muy duro para él verme crecer. Mi adolescencia fabricó un muro de silencio entre los dos, demasiado fuego, demasiada rebeldía. Pero entonces, en aquella silenciosa habitación, los reproches y el arrepentimiento no tenían demasiado sentido. Sé que él se marchaba sin rencor, con la conciencia, como se suele decir, en paz. Aquel hombre que agotaba poco a poco sus últimas bocanadas de aire en la cama de un hospital cualquiera nunca había ganado una batalla, ni inventado nada; y, sin embargo, en la calma de su sencilla manera de vivir, seguramente sin querer, me había dado la lección más importante que nadie puede enseñar: los ideales, las hazañas, los grandes logros, no son lo más importante. Lo único realmente importante al final del camino es poder mirar atrás con la seguridad de haber sido sencillamente un hombre bueno.


En memoria de mi abuelo.

 
 
 

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